top of page

MICRORRELATOS Y CUENTOS CORTOS: ALGUNAS OBRAS

  • gdromill
  • 22 nov 2022
  • 12 Min. de lectura

Actualizado: 11 ene 2024


ree
  • EL CERRO DE LOS ESPÍRITUS

  • EN UN DÍA DE OCTUBRE

  • LA CASA DE "EL CONDE"

  • LA SIRENA DEL LAGO PONCE

  • DESENLACES ADYACENTES






EL CERRO DE LOS ESPÍRITUS

Hace dos años, cuando trabajaba en una reserva natural, ocurrió algo que me sigue trasnochando. Necesito narrar lo que presencié en aquella reserva (mientras ejercía mi profesión de biólogo), antes de que me acalle el cáncer que padezco.


Eran apenas las 7 PM. Con un grupo de colegas tuve que ir a instalar cámaras nocturnas, en un pequeño cerro que lleva por nombre: “Cerro Colorado”. Hasta la fecha no sé por qué lo llaman así. Los indígenas que habitan esas tierras le tienen otro nombre, que traducido al español, significa: “el cerro de los espíritus”.


Todavía recuerdo la imponente luna llena que se erigía sobre el bosque y el cerro. Saliendo de la cabaña donde me alojaba, veía esa luna pomposa.


Aquella noche bajé en dirección al cerro, acompañado de mis colegas. De guía teníamos a un joven indígena que al parecer vivía en la aldea más cercana. Era común para nosotros tener a los aldeanos de guías; ya que son los guardianes de la reserva y conocen mejor que nadie el área. Los identificábamos por sus vestimentas.


Portando nuestras linternas, nos movilizamos con la iluminación extra que nos otorgaba la luna. Después de andar por un terreno despejado, tuvimos que adentrarnos al espeso bosque (propio de un clima tropical húmedo). Lodo, hojarascas y ramas caídas: era lo que pisábamos con cada paso, cortando arbustos; teniendo machete en mano, a través de estrechos senderos que conducían al Cerro Colorado. Escuchaba en el trayecto, variedades de insectos, algunas aves y especies de monos. Los bosques como en las ciudades, son otro mundo al caer el sol.


Me encontré con dificultades que son gajes del oficio. Junto a mis colegas y el joven, crucé empinados senderos, bajadas peligrosas, y troncos que servían de puentes para cruzar arroyos que alguna vez fueron caudalosos. Sentía en esa ocasión el típico calor mezclado con humedad que atraía a mi sudorosa piel: enjambres de mosquitos. Agotarse, sudar a chorros, ser picado por mosquitos; responden a tres cosas inevitables en la reserva.


Finalmente llegamos al cerro. Mi trabajo allí apenas comenzaba. Fue entonces cuando las cosas se pusieron raras. La luna llena terminó opacada por las nubes. A ninguno de mis compañeros le importó mucho (ni a mí). Pensé que pronto iba a llover y que nos tocaba apresurarnos. Sin embargo, el joven aseguró que la oscuridad repentina de esa noche, era anormal. Nadie le hizo caso. Se debían instalar las cámaras (esa era la prioridad). Corría el tiempo; todavía estábamos trabajando. Otra vez el joven insistió en decir que la oscuridad de esa noche no era normal. Dijo que debíamos marcharnos. Traté de calmarlo, cuando al momento: las lámparas frontales que portábamos, se apagaron, y las radios se encendieron; emitiendo señales con interferencias.


Repetidas veces traté de encender mi lámpara y apagar mi radio. Estaban en las mismas mis compañeros. Al rato escuchamos un cántico. Cesó el alboroto del instante, y nos callamos; desconociendo lo que ocurría. Pasé de estar inquieto a estar inmóvil. Inexplicablemente, después de que terminó el cántico, las lámparas se encendieron, y pudimos apagar nuestras radios de comunicación. Me percaté de que el cántico había sido realizado por el aldeano. Explicó que tuvo que realizarlo para ahuyentar a los espíritus malignos del cerro. Brevemente nos contó que en el cerro habitan los espíritus de aquellos que murieron protegiendo la vida de la reserva, y los espíritus de aquellos que murieron, dañándola.


Decidimos marcharnos; respetando su creencia. Hablamos sobre lo ocurrido, tratando de hallarle una explicación lógica. Pensé que ya no iba a haber sorpresas. Lo que pasó luego, sigue poniéndome los pelos de punta.


Bajando, ya cerca de la salida, vi dos niños, próximos al arroyo que debíamos pasar. Creí que me estaba volviendo loco, o que quizás era una broma de mal gusto. Los niños parecían estar jugando. En la medida que me acercaba a ellos, no lograba ver sus facciones (el resplandor de las linternas mostraba dos siluetas). Sus apariencias eran irreconocibles. A gritos mis compañeros y yo los saludamos. Dejaron de jugar, se voltearon a vernos, para repentinamente desvanecerse. Presenciar eso fue tremendo. La respuesta del joven, ante ese avistamiento, daba a entender de que los niños que vimos eran espíritus benévolos. Recalcó nuevamente la urgencia de salir del cerro.


Volví a la cabaña con mis colegas, siguiendo la misma ruta que usamos para llegar al Cerro Colorado. El cielo nocturno empezó a despejarse; la luna llena volvió a ser vistosa. Callado volví a la cabaña; callados estábamos todos. Sentados en el corredor de la cabaña, invitamos adentro al joven, pero este dijo que debía volver a su hogar. Lo vimos adentrarse en lo oscuro, y nos saltó la curiosidad de saber quién era. Aquella incógnita lo pensamos en alto.


Mis compañeros y yo, decidimos visitar la aldea (al día siguiente), a como lo hacíamos de costumbre. El jefe de la aldea nos concedió una visita a su casa. Charlamos acerca de varias temáticas relacionadas con la reserva; hasta que la intriga le ganó a uno de mis compañeros. Preguntó sobre el muchacho, y nos dimos cuenta de que nadie salió a esas horas con la aprobación del jefe; quien pidió una descripción del sujeto. Describimos su físico, su atuendo y algunas de sus manías. Llevaba un collar similar al del jefe, quien inmediatamente se levantó y abrió un cajón de madera. Sacó del cajón una foto enmarcada que alzó, inmutado. Era el mismo tipo que vimos. Confirmamos que era él; con asombro, ya que el jefe de la aldea nos mostraba una genuina fotografía vintage.


Pensativo, el jefe nos preguntó si estábamos seguros de haberlo visto anoche. Le afirmé que era el mismo joven, con el mismo collar. Quedó mirándonos, y medio sonrío. Aclaró que el de la foto es su hermano mayor, quien pereció en una encarnecida guerra contra colonos sanguinarios que querrían apoderarse del territorio ancestral de su Pueblo, hace sesenta años. Palidecí y no fui el único.



EN UN DÍA DE OCTUBRE

Hace dos semanas, miraba por la ventana cerrada de mi apartamento: las luces callejeras alumbrabando la vegetación de la casa abandonada de enfrente (única, en medio de los complejos de apartamentos). Se perdían las luces en la oscuridad de esa casa; tal si fuera un agujero negro tragándose alguna iluminación estelar.


La ausencia de movimiento en la calle, me impuso el silencio. Simplemente era yo y la ausencia de vida (o eso creí). A eso de las tres de la madrugada, juro haber visto una sombra incorpórea, saliendo de esa casa; dirigiéndose a un callejón cercano. Pensé que era mi imaginación; que al estar despierto a altas horas, mi mente jugaba conmigo. Sacudí mi cabeza, con los ojos cerrados, intentando darle lógica a lo que vi. Poco después decidí irme a dormir, con la duda de lo que fui testigo.


Despertando, ya tarde, casi a medio día me puse a ver televisión. No había mucho que hacer. Revisé el canal del noticiero local, con la expectativa de encontrarme una noticia interesante. Resulta que la calle en donde vivo, era la noticia de última hora. Subí el volumen, escuché el reportaje. Me quedé helado, al igual que el pavimento urbano absorbiendo el frío invernal.


Esa madrugada, al parecer una secta asesinó a una chica en la casa abandonada. Las cámaras mostraban las grabaciones policiales (cortometrajes de la escena del crimen), donde aparecía un altar hecho para adorar a un ente de apariencia maligna. El cadaver y la sangre en la escena fueron censurados por lo visceral del crimen.


Desde la ventana vi la aglomeración de gente que miré en la tele; lejos de la tranquilidad ignorante que sentí; y meditabundo con respecto a la sombra.



LA CASA DE "EL CONDE"

Mi madre siempre me decía que evitara ir a la casa de "El Conde"; quien era un señor muy extraño. Se rumoraba que practicaba brujería, sin embargo nunca se confirmó. Falleció por causas naturales.


De niño le hice caso a mi vieja. Pasaron los años, y la casa se veía exactamente igual de decrépita. Ya de adolescente, pensé que mi madre exageraba y que los rumores eran tonteras. Con incredulidad entré a la propiedad del fallecido anciano, en compañía de algunos amigos del cole.


Ingresamos a la casa y exploramos el patio trasero. Descubrimos montañas de chatarras. Merodeamos, esperando encontrar algo interesante; y así lo hicimos. Encontramos una foto desgastada del conde (como lo recordaba en el barrio). Pasados unos minutos, hallamos también una anotación que leí en voz alta:


—Octubre de 1996. Mes de sacrificios humanos. Este año voy a sacrificar a Carlitos.


¡Era yo! El único Carlos del barrio. Por primera vez sentí un temor penetrante.


Ya no volví a acercarme a esa icónica casa (fuente de macabros rumores), después de sospechar que pudo haber sido de mí, y de pensar obsesivamente en Raquel (mi primer amor), quien desapareció misteriosamente en el 94.



LA SIRENA DEL LAGO PONCE

Se cree que una sirena habita en las aguas del lago Ponce. Los pueblos ubicados cerca del lago son creyentes de la leyenda. Afirman (según la leyenda) que la sirena habita el lago desde antes de que el fraile español: Iván Ponce, llegara a evangelizar a las tribus indígenas que sobrevivían de sus aguas.


Buena parte de los pobladores de esos pueblos, opinan que la sirena atrae fortuna, si se le da monedas de ofrenda. Por tradición lanzan monedas al lago, esperando obtener suerte de ello.


A tempranas horas de la mañana, un pescador veterano salió al lago a pescar. Llegando a su área de pesca, se encontró con otros pescadores de su pueblo, pescando en las matinales aguas negras y mansas del lago. Esa mañana el pescador lanzó sus redes, desde su pequeño bote; esperando capturar peces. Últimamente no le estuvo hiendo bien. Decidió probar suerte, desafiando las nieblas que le restaban visibilidad.


Sus redes con anzuelos no le daban ningún indicio. Pasaron un par de horas y ya la paciencia se le agotaba. Recogió sus redes, por tan mala racha. Como de costumbre, lanzó una moneda al lago (tratando de ganarse el favor de la sirena), para garantizar éxito a su regreso. Volvió marchito a su pueblo, traspasando neblinas, iluminado por la débil luz del sol matutino.


Corrían las horas; las nieblas del lago se esfumaron, sus aguas prietas brillaban por el ahora intenso sol. Para esa tarde, el experimentado pescador estaba decidido a volver al lago. Montó su bote, arrancó el motor, y con energía renovada se dirigió a su área de pesca; donde todavía habían pescadores, haciendo lo suyo. Esa tarde la cantidad de pescadores aumentó. Al avezado pescador eso no lo disuadía; confiado de que la suerte estaba de su lado.


Rodeado de la espesa selva que bordea el lago, y siendo observado por aves carroñeras (sobrevolando en círculos, lo celeste del cielo), el pescador lanzó sus redes a las profundas aguas del mítico lago Ponce; creyendo que atraparía peces esta vez. Después de todo, se supone que la sirena bendijo su faena. Los azotes de calor del sol pronto lo convencieron de retirarse. Su juventud era del pasado. A sus casi setenta años debía cuidarse.


Regresó a su pueblo, rompiendo olas; dejando un par de trampas sumergidas (convencido de que al volver encontraría lo que buscaba).


Una vez en su casa, decidió descansar en su hamaca. Vivía humildemente en una casa alta de madera y choza; en unión cristiana con su esposa, quien orgullosamente hacía las labores domésticas del hogar. Todavía se amaban; tantas décadas no les cambió el sentimiento mutuo. Eran para los jóvenes de su pueblo: una pareja, de esos que casi no existen.


Transcurrían los minutos como las hormigas bajando de los árboles frutales de su terreno. El cansancio que sentía el pescador le causó pesadez en los párpados. Cesaron sus preocupaciones y entró a un sueño profundo. Las loras silvestres volaban sobre él, emitiendo sus característicos bullicios. Su esposa cocinaba la cena, de la cual emanaba un tradicional aroma culinario de leche y aceite de coco. El mundo seguía su curso mientras él soñaba.


Despertando del sueño, se dio cuenta de que pronto anochecería. Sin perder el tiempo, regresó al lago, valiéndose de un foco y una linterna. Las nubes estaban esparcidas en el cielo rojizo del atardecer. Caía la noche. El experimentado pescador sabía que debía aligerarse, de lo contrario correría el riesgo de toparse con patrullas de la Fuerza Naval, o peor aún, con bandas de narcos, transportando su merca.


Llegando a su área de pesca, recogió las trampas. Nadie más estaba alrededor y las aves carroñeras no se divisaban. Para sorpresa del pescador, en las trampas habían: cangrejos, langostas de agua dulce y variedades de peces comestibles. Inmediatamente sacó una de sus mejores redes. Intuyó que habían cardúmenes. La lámpara que llevó consigo lo iluminaba. Resulta que acertó (pescó en bonanza). Cargó el bote, sin embargo, cuando iba a recoger su última pesca: de las oscuras aguas apareció una aleta colosal y plateada. Parecía la aleta de un pez. A pesar de su extensa experiencia, el pescador no pudo reconocerla. Salía a la superficie y se sumergía de manera consecutiva; brillando con la luna menguante; emulando el brillo de centenares de escarches plateados.


Inadvertidamente la cola casi le pegó al pescador, quien esquivó el coletazo. Temeroso, apresuradamente encendió el motor de su bote, abandonando su red. El viento golpeaba su rostro, entretanto se dirigía a toda velocidad a su pueblo; y las aguas del lago se agitaron (una tormenta se avecinaba). Cayeron los primeros truenos. Juró haber escuchado en ese caos: una voz detrás de el, llamándolo por su nombre, a lo lejos.


Llegó temblando a su humilde casa, y le contó a su esposa lo que pasó. Se propagó la noticia de pueblo en pueblo. Corrió el rumor de que la sirena del lago se le apareció.



DESENLACES ADYACENTES


A la merced

Corre de la policía un chico de 14 años. Huye con su homie. Para su edad, corre veloz como un venado, en uno de los barrios marginales de Ciudad de Guatemala.


Resistió el brutal ritual de iniciación de la pandilla que lo aceptó; noqueó a un integrante de la pandilla (con quien peleó a puño limpio) en una pelea callejera. Le faltó cumplir un requisito, y así completar su membresía. Tenía que matar a alguien. Antes de que pudiera hacerlo, la autoridad policial le dio persecución a él y a su compa.


Doblando las esquinas, el chico se percató de que su homie lo dejó al vaivén de la suerte; a la merced de los uniformados. Sonaron balazos, y los zanates que posaban en los tendidos eléctricos del barrio, volaron despavoridos en el horizonte de la urbe.


Conexión astral

Despistada, una niña cruza las calles de San Salvador. Fue abandonada por su madre en un semáforo, hace una hora atrás. Resuena en su mente las últimas palabras que escuchó: «quédate aquí. No tardo».


Los ojos de la niña son un desierto marciano. Tantos fajazos e insultos que recibía de su madre (quien a su vez era golpeada por su conyugue) los secaron.


Sin plena conciencia, la niña camina en un pantano de peligros superpuestos. Caminando vagabunda en una acera, se encontró con una joven madre; vendedora de tortillas. Cruzaron miradas que conectaron recíprocamente sus corazones. La joven madre encontró en la niña a una hija; y la niña encontró en una desconocida, lo único que deseaba.


Cambio de planes

Escondida en una catedral: una adolescente espera a su novio, en Tegucigalpa, Honduras. Los numerosos conflictos familiares y la exacerbada inseguridad social, motivó a ambos a querer migrar hacia Estados Unidos.


A sus 18 años está decidida a partir con su novio de 20. Tocaron las campanas y le llegó información fidedigna de que a su novio lo asesinaron. Consumida por lo que escuchó, se postró ante la cruz de la catedral; orando, empapada en llantos salobres como el mar muerto.


Semanas después, en un centro de acogida, leyó en su celular una noticia de fuentes oficiales. Estados Unidos cerró sus fronteras de tierra, mar y aire. Aquel país ya no era una opción para ella; ni ningún otro. Venía una catástrofe, pero la fe de la joven estaba con el rosario que sostenía en sus manos.


Noche de conmoción

Saltando con euforia, un joven universitario celebra la victoria de su partido político. Lleva una gorra puesta y una camiseta que le hace propaganda al candidato ganador de las elecciones presidenciales.


Las explosiones pirotécnicas, los himnos de campaña política; la muchedumbre gozando en el ambiente nocturno, hacen que la Ciudad de León, en Nicaragua, se vea como un coloso campo de fiestas. Especialmente en el parque central de la ciudad, donde se encuentra el joven, extasiado con la música del partido con el que creció.


Bocinas gigantes alborotan el enjambre de gente risueña por un prometedor cambio. Tantos años del mismo sistema político le falló al pueblo. Aquel joven, eso creyó con fiereza; mucho antes de afiliarse al partido.


De tantos saltos eufóricos se le cansaron los pies. Alejándose del ruido, llama a su novia, quien le había dicho que celebraría la victoria en su universidad. Ella no contestó, después de dos llamadas. Preocupado, el joven camina hacia la universidad. Cruzando unas cuadras, se da cuenta que la entrada principal está abarrotada de camaradas. Al no ver pasada, decide escabullirse por la parte trasera del instituto universitario.


Brincando un muro, el joven logra entrar a uno de los pabellones que conectan con el pabellón donde estudia su novia. Casi llegando a su pabellón, marca el número de ella y escucha un celular sonando (proveniente de una oficina aledaña). Inconfundible era el ringtone de su pareja. Acercándose a la oficina, escuchó gemidos perfectamente reconocidos por él. Forzó la puerta, encontrándola desprevenida con el dirigente de la asociación estudiantil del partido. El Shock de verla en los brazos de un aplaudido líder que admiraba, lo volvió sordo a los pretextos que le daban. Nada tenía sentido.


Personas non gratas

Luego de vivir en Florida por cuatro años, una pareja decide volver a Costa Rica (la nación que los vio nacer). Al principio su estadía en el país parecía apacible, hasta que los padres de uno de ellos, cuestionó la relación, expresando sus disgustos, porque “no se estaba mejorando la raza”, y porque no aceptaban mezclarse con “cualquier inmigrante”. Por el peso del desdén y de los cuestionamientos, incomodaron a la joven pareja. Especialmente a quien le hacían referencias despectivas (a pesar de ser 100% costarricense, de origen nicaragüense).


Fatigados por la tensión que se acumuló, la pareja empacó maletas y se devolvió a Florida; al Estado donde se enamoraron y abrieron un negocio, en los confines de un barrio latino que ondea a lo alto: banderas latinoamericanas.


Raíces negadas

Tuve de reliquia una botella que celosamente guardé. Era de mi abuelo: Mateo Bárcenas Esquivel (hijo de padre español y de madre panameña). Antes de que falleciera me lo obsequió. La botella tenía un valor histórico; databa del siglo XIX.


Mi abuelo nunca me contó que su mamá tenía raíces africanas, y raíces indígenas (de la etnia Emberá). Un familiar develó ese secreto que él se negó a aceptar; según fuentes cercanas a la familia.


Una tarde golpeé la botella accidentalmente, mientras limpiaba el estante donde lo tenía guardado. Cayó al suelo, rompiéndose en mil pedazos cristalinos. En su interior había un pergamino que me mostró un extenso árbol, con cada una de mis raíces negadas, por prejuicios y vergüenzas.


Para más relatos y cuentos, visita mi blog en Español


©2021, G.D. Romill.

Todos los derechos reservados.

 
 
 

Comentarios


Formulario de suscripción

¡Gracias por tu mensaje!

  • Blogger
  • Facebook
  • TikTok

© 2024 GD Romill. All rights reserved

Created with Wix.com

bottom of page